miércoles, 13 de abril de 2011

Cómo explicarles el horror a los chicos" Por Ricardo Ragendorfer! MIRADAS AL SUR



¿De qué manera hablarles del exterminio de miles de personas, en su mayoría jóvenes, sólo por haber incurrido en el terrible pecado de soñar con un mundo mejor?



Uno de los maestros de la escuela a la que acude mi hija, Zoe, me propuso dar una especie de clase sobre la dictadura, al cumplirse un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976. En ese instante se apoderó de mí algo parecido a la incertidumbre. En ello había una razón de peso: ¿Cómo explicar a pibes de entre 8 y 12 años una tragedia histórica cuyo sentido más profundo es aún hoy incomprensible, incluso para quienes la hemos vivido? ¿De qué manera hablarles del exterminio de miles de personas, en su mayoría jóvenes, sólo por haber incurrido en el terrible pecado de soñar con un mundo mejor? ¿Qué palabras usar para describir el significado más extremo del horror?

Confieso que acudí a tal compromiso con esos interrogantes intactos. Y los chicos, sentados en círculo, algunos con apuntes entre las manos, comenzaron a asimilar mi relato con una entereza asombrosa. Era una mañana radiante. Entonces se me cruzó por la mente el color opaco de aquella otra mañana. Su niebla. Las calles desiertas. Y un sonido que aún perdura en la memoria: los espantosos acordes de la Marcha de Ituzaingó como preludio del Comunicado Nº 1 de la Junta Militar leído por un locutor que parecía estar transmitiendo desde las tinieblas. “Las Fuerzas Armadas han tomado el control operacional del país”, fueron sus exactas palabras. Al rato, los televisores mostrarían tres siluetas fantasmagóricas, escoltadas por un escribano y un cura –siempre en estos casos hay un cura–, al prestar juramento en el Salón Blanco de la Casa Rosada. Había que ver la expresión calavérica de Videla, su estampa exageradamente firme, con el cuello estirado hasta lo imposible. Me había hundido en esos recuerdos. Pero, de pronto, una voz, creo que la de una niña de tercer grado, me devolvió al presente. Todavía se lo agradezco.

Los chicos seguían sentados en círculo. Y se turnaban para hacer preguntas. Recuerdo una en particular:

–¿En esa época la gente podía vestirse como quería?

Había sido hecha por un pibito de unos 10 años. Su inquietud, en apariencia, trivial, apuntaba en realidad hacia las normativas impuestas sobre la existencia cotidiana. Unas normativas arbitrarias hasta el absurdo, cuyo alcance medía el sometimiento de la sociedad civil al poder militar. Y sin otro propósito que el de despojar a las personas su condición de sujetos responsables de sus actos y elecciones. En resumidas cuentas, era la banalidad del mal en estado puro. Lo cierto es que la intuición de ese pibe había advertido semejante concepto.

Sus compañeros no le iban a la zaga. Es que la lógica aplastante de los niños tiene eso, y más si se refiere a un asunto como el que tratábamos; es decir: una percepción incontaminada de las cosas, y sin las lecturas idiotas que frente a estas situaciones suelen trazar algunos adultos.

Ello hizo que me acordara de algo ocurrido días antes: un piquete impedía el avance del taxi que me llevaba por la avenida Córdoba; en esas circunstancias, el chofer volteó la cabeza hacia mí para, simplemente, decir: “¿Cuándo van a volver los militares?” Entonces me pregunté cuánta gente pensaría como él. Fue imposible encontrar una respuesta. Pero ese interrogante me llevó a otro: ¿Qué porcentaje de la población hace tres décadas y media apoyó el golpe de Estado? No me refería a la complicidad superestructural de ciertos sectores de la sociedad –empresarios, funcionarios del Poder Judicial, altos dignatarios de la Iglesia y hasta periodistas– con los uniformados. Ya se sabe que el ominoso papel que a todos ellos les cupo en esos años contribuyó a resignificar dicho período como una dictadura cívico-militar. Tampoco me refería al ejercicio de otra forma de colaboracionismo, al que bien se podría calificar como de “baja estofa”, el cual, por cierto, no fue menos orgánico. Es que un episodio algo cruento lo pondría tempranamente al descubierto. En julio de 1976, una bomba estalló en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal –el brazo represivo de la agencia policial más importante del país– con un saldo de 23 muertos y 60 heridos. En su momento resultó notable que entre estos últimos hubiera una gran cantidad de civiles: porteros, taxistas, mozos y hasta amas de casa. Así pudo saberse que todos ellos formaban parte del ejército de “orejas” del régimen. Sin embargo, mi pregunta apuntaba en realidad hacia otro segmento social: la masa pasiva y silenciosa que solía pegar en la luneta de sus automóviles una oblea que decía: “Los argentinos somos derechos y humanos.” Ese slogan impresionó de sobremanera a mi auditorio de aquel día.

La curiosidad de los pibes no menguaba. Y también mostraron interés en cómo los diarios reflejaban las noticias y qué tipos de programas se podían ver por televisión. Al respecto, evoqué para ellos un fragmento de una entrevista efectuada por un noticiero de la época a un teniente coronel reciclado como funcionario de algún ministerio, a quien le preguntaron:

–¿Por qué razón los jóvenes tienden a rebelarse ante la autoridad?

La respuesta fue:

–Algunos jóvenes padecen de lo que yo llamo exceso de pensamiento.

Los chicos, entonces, estallaron en una risotada.

Ahora creo que ese cavernícola tal vez haya tenido razón: los niños que tenía ante mis ojos eran una muestra cabal de dicho exceso.

Para mí fue un gran honor haber compartido aquella mañana con ellos.

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